Enamorado de algo que aún desconocía, partió en busca de su amor, movido por una nostalgia de algo que nunca conoció, un vacío, un frío interno.
Conoció a lo largo del camino a muchos viajeros, viajó en muchos barcos, vio muchas atardeceres, pisó muchos suelos, y habló muchas lenguas, hasta que un día, sentado mirando al mar, creyó saber hacia dónde dirigirse.
Miró sus cuarteadas manos, sus pies que colgaban hacie el mar, y finalmente se dio cuenta de que lo único que no podía mirarse era su propia cara, su propia cabeza, su fuente de inteligencia. Podía describirse a sí mismo con total perfección, salvo por sus emociones, y sus pensamientos, reflejados en su cara, que sólo los demás podían ver, salvo que los escribiera.
Cogió una pluma, un pergamino, y comenzó a escribir todo lo que sabía, lo que pensaba, lo que sentía. Pasaron las horas, días, e incluso meses, y aquel hombre seguía sufriendo del mal de amores.
Preso de la impotencia, montó en cólera, y su rabia atravesó paredes, edificios, y calles. Su grito desesperado despertó la curiosidad de la princesa de la ciudad que habitaba. Aquella princesa, sabia y gran amante de la lectura, sintió una intensa curiosidad por el origen de aquel tan desangelado alarido.
Y, preguntando a los ciudadanos, su montura llegó a una pobre casa de adobe, donde habitaba el enamorado. Aquel, sorprendido y asustado, maravillado por su deslumbrante belleza, no supo sino arrodillarse ante la figura de la princesa.
Ella le preguntó el porqué de su desesperación y el viajero contestó que era pura impotencia al no poder encontrar aquella parte de sí mismo que no encontraba. La princesa echó un vistazo a su alrededor, y se asombró ante la inmesa obra escrita del hombre, y entonces lo comprendió todo. Ese hombre necesitaba sabiduría como un sediento el agua.
Recogiendo sus obras, le acogió en su palacio, le vistió con bellas prendas y le llevó hasta el lugar que solía frecuentar, su biblioteca. El hombre, maravillado, se olvidó de respirar por unos instantes, pleno de satisfacción. Pero como hombre humilde que era, preguntó a la princesa la razón de todos aquellos bienes desinteresados.
La princesa respondió que, al igual que él había volcado en sus pergaminos su sabiduría de forma desinteresada, ella en agradecimiento, le otorgaba el derecho a nutrirse de aún más conocimiento.
El hombre aprendió de excelentes y detallistas maestros cada arte, cada ciencia, cada idioma, cada uso de cada palabra. Siendo igual de joven que la princesa, se convirtió pronto en uno de los hombres más sabios de su tiempo. Pero pronto no encontró nada que aprender, y pronto volvió a sentir esa desesperación.
La princesa, en secreto, padecía de la misma desesperación, y mandó a un emisario a buscar al ermitaño del desierto.
Traído desde lejanas tierras, el ermitaño preguntó con humildad qué necesitaba tan bella princesa que no tuviese ya. Ella respondió que necesitaba descubrir aquello que le faltaba en su interior. El ermitaño sonrió con sinceridad y dijo: Magia.
Mientras tanto, el hombre, escribiendo alocadamente en un último delirio, descubrió que las palabras podían encadenarse de forma especialmente armoniosa, con el sonido que hacían al ser pronunciadas, y que aquello era la fusión perfecta entre la escritura, el habla, y el arte. Descubrió la poesía.
Pletórico de alegría, irrumpió en los aposentos de la princesa, y recitó su primer poema, dedicado a la belleza, y al terminar, sintió que esa parte de sí mismo se había rellenado, había expresado a la perfección un pensamiento, y una emoción. La princesa, por su parte, quedó hechizada por la armonía del poema, y por el intenso amor que el creador profesaba.
Se acercaron a un ritmo que sólo esa habitación conocía, y se fundieron en un beso como la pluma y el pergamino, como las palabras con el aire, como el sol con el horizonte, y como un viajero con el final de su viaje.
Se conoce que el Rey de esas tierras, al tener como única descendiente a su hija, murió en suprema paz y tranquilidad al dejar su reinado en tal perfecta pareja. Ambos, conocedores de los saberes del mundo, fueron los primeros en conquistar cada letra, cada silencio, cada símbolo, y que fueron los primeros en realizar algo que nunca se había hecho, sacar a bailar al conocimiento, a las emociones, a los pensamientos, al ver reflejado en el rostro de su cónyugue su propio rostro, su propios pensamientos, sus propios sentimientos, y poder describirlo a la perfección.
Pero sólo son leyendas de marineros...